Don Fermín de Andueza era un hombre rico, virtuoso y estimado por la gente. Diariamente iba a misa al amanecer, cuando entraba y salía de la iglesia le rezaba a un gran crucifijo, le besaba los pies y depositaba unas monedas de oro en el plato petitorio.
Sin embargo, Don Ismael Treviño, que era egoísta y envidioso con todos, le tenía unos celos absurdos y siempre despotricaba contra Don Fermín e incluso le obstaculizaba algunos negocios y nunca pudo frustrárselos.
Su envidia se transformó en odio y un día planeó matarlo, aplicó un veneno de efecto paulatino en un pastel de hojaldre que le dio a Don Fermín con la mentira de ser obsequió de un concejal amigo suyo. Don Fermín se lo comió y Don Ismael lo espió para asegurarse de que surtiera efecto.
Al día siguiente en la mañana, Don Fermín estando en la iglesia, le rezó al crucifijo como de costumbre y al besarle los pies se ennegreció rápidamente, para absorber todo el veneno de Don Fermín. Los feligreses presentes se sorprendieron del fenómeno; Don Ismael también allí presente, se conmovió y se arrepintió de su odio. Le confesó su propósito a Don Fermín y él lo perdonó. Don Ismael abandonó la ciudad y nadie supo más de él.
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